El 11 de octubre de 1962, San Juan XXIII hizo una cosa increíble. Debido a su edad, muchos de los cardenales presumieron que el reinado del papa Juan XXIII seria estancado y sin incidentes. Poco sabían, el Espíritu Santo tenía otros planes. Desde los sagrados salones de la Santa Sede, el Papa anunció que la convocación de un Concilio Ecuménico destinado a reflexionar y renovar la misión de la Iglesia en el mundo moderno. El Segundo Concilio Vaticano es uno de los eventos más importantes en la historia reciente de la Iglesia. Sin embargo, muchos católicos desconocen que este Concilio logró y su intención. Por esta razón, creo que es importante en las próximas semanas reflexionar sobre el Vaticano II. Publicaré secciones importantes de diferentes discursos y documentos por el Concilio. A veces, me voy dar comentarios sobre diferentes aspectos de los textos, especialmente aquellas que están mal representadas. Léalos entendiendo que es nuestra generación a quien se le ha confiado la implementación adecuada de las enseñanzas del Vaticano II. Cerraré el artículo de hoy con un parte del discurso de San Juan XXIII al comienzo del Concilio: “Gócese hoy la Santa Madre Iglesia porque, gracias a un regalo singular de la Providencia Divina, ha alboreado ya el día tan deseado en que el Concilio Ecuménico Vaticano II se inaugura solemnemente aquí, junto al sepulcro de San Pedro, bajo la protección de la Virgen Santísima cuya Maternidad Divina se celebra litúrgicamente en este mismo día. El gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste inmutable. Cristo, radiante siempre en el centro de la historia y de la vida; los hombres, o están con El y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin El o contra El, y deliberadamente contra su Iglesia. El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así consigamos el fin establecido por Dios. Mas para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico. ¡Oh Dios Omnipotente! En Ti ponemos toda vuestra confianza, desconfiando de nuestras fuerzas. Mira benigno a estos Pastores de tu Iglesia.”