Jesús iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará.” El ruido es solo eso, ruido. El ruido quiere ahogar el sonido de la verdad, el sonido de la dulzura, el sonido de la bondad. Elige abrumar, planea vencer, tiene que superar el silencio. El ruido quiere ser visto. Quiere ser escuchado. El ruido atrae toda la atención hacia sí mismo. Es un sonido desagradable que busca confundir, ensordecer, silenciar la voz de la fe, de la razón y de la verdad. Estoy sorprendido por el ruido, por los gritos, los chirridos en la Pasión de Cristo. Las multitudes están enojadas, hostiles, ruidosas. Desean ahogar la verdad de quien Jesús es, por qué vino y todo lo que hizo. El ruido de la multitud quiere asegurar que la Palabra de Dios, las palabras de aliento, todos los milagros se callen, se calmen, se silencien para que la verdad no pueda ser escuchada, para que no se pueda ver. Pero la verdad siempre fluye de los preciosos labios de Jesús. La verdad es quien él es. Y a pesar que estamos tan sordos a la verdad, la verdad nunca cambia, es implacable, nunca se da por vencida, nunca deja de existir o de ser verdadera. La verdad nos libera. Nos mueve, nos desafía a cambiar. Nos hace trabajar en ser buenos, en ser santos, en ser veraces. Oh mi dulce Salvador, cómo puede alguien oír la aceleración del latido de tu corazón o los dolores de tu cuerpo temblando o el gemido de tu alma en agonía o el sonido de tus lágrimas y sangre golpeando el suelo cuando hay tanto odio, tanto grito, tanto rechazo. Ellos gritan por tu muerte. Ellos gritan con más fuerza, “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!” La verdad de tu amor es ahogada por el orgullo y el egoísmo, la avaricia y la ignorancia, el miedo y el espanto. Nuestros corazones, nuestras almas y nuestros espíritus quieren escucharte. Necesitan escuchar la verdad que tú nos amas. Pero nuestras mentes están plagadas con oscuridad y tentación. Se niegan a escuchar. Nuestras mentes se oponen a la verdad. No alcanzan a entender que sin ti, no somos nada. Sin ti, no podemos hacer nada. Sin ti, dejamos de existir. El pecado nos deja indefensos. Nos hace ser desesperanzados, débiles y lamentables. Carecemos de sabiduría, carecemos de ciencia, carecemos de entendimiento, carecemos de consejo, carecemos de fortaleza. Nos volvemos nefastos, impíos, ruidosos, temerosos de todo excepto de la única cosa que deberíamos temer: estar separados de ti. Padre Iván.
Vigésimo Sexto Domingo del Tiempo Ordinario