El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros…” Cuando pensamos en lágrimas, tendemos a pensar en momentos de dolor, de tristeza, de daño, pérdida. Y para alguno de nosotros, esto puede ser algo en marcha, que siempre ha sido, que nunca cambiará. Las lágrimas se han convertido en parte de la vida, de la rutina, de la forma que es. De alguna manera siempre parece haber lágrimas de tristeza, lágrimas de duelo, lágrimas de sufrimiento, lágrimas de soledad, lágrimas de remordimiento, lágrimas sin razón alguna. Para algunos de nosotros, las lágrimas deben estar ocultas, escondidas – una sonrisa debe cubrir las heridas. No hay otra salida; lloramos un río por dentro. Empapamos nuestros corazones en vez de nuestras almohadas. Nuestras almas lloran amargas lágrimas de agonía, de derrota, de cansancio, de aislamiento – lágrimas que pasan desapercibidas – lágrimas que permanecen disfrazadas en el interior. Recuerdo cuando estaba creciendo y escuchando “es mejor que no llores o te daré algo por lo que llorar.” Las lágrimas eran desalentadas, no eran permitidas, eran prohibidas. En nuestra juventud escuchamos “los chicos grandes no lloran” – “las chicas grandes no lloran.” Como adultos oímos burlonamente “no seas chillón” – “se un hombre” – “los verdaderos hombres no lloran” – “no seas tan melodramático” – “no es la gran cosa.” Algunos de nosotros lloramos interiormente y tal vez nuestras lágrimas son desplazadas por cólera, por rabia, por confusión, por vacío y por depresión. Tal vez ya no nos quedan lágrimas o estamos muy cansados para llorar. En cualquier caso y en todas las situaciones, Dios siempre está disponible para ayudar. Él siempre está ahí para consolarnos, para secar nuestras lágrimas y para consolarnos con una palabra de aliento y para ayudarnos a pasar el dolor, la tristeza, los daños, la pérdida. Al inicio de mi vida adulta, he aprendido y experimentado el consuelo de una lágrima, el poder sanador de un buen llanto, la libertad de no aguantarlo, el gozo de dejarlo salir, el don de ser vulnerable, la gracia de estar consolado, el amor de Dios cuando secó cada lágrima de mi corazón y me dio esperanza. Las lágrimas pueden ayudarnos a recordar que no somos invencibles y que a veces más bien estamos indefensos, desamparados, no preparados y débiles. Y eso está bien porque Dios está ahí esperando por nosotros; disponible para consolarnos en su gracia, disponible para consumirnos en su amor, disponible para sostenernos, disponible para secar cada lágrima y traer una sonrisa a nuestro rostro.
Vigésimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario