“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” ¿Quién puede realmente entender las profundidades de tu amor, Oh Señor, o la profundidad de la humildad de tu Sagrado Corazón o de tu Sagrado Camino? Cuando miramos a la Cruz, nuestros corazones deben reverenciarse con extrema contrición para poder ver la mansedumbre y humildad de nuestro Dios y para pedirte que hagas nuestros corazones como el tuyo. Dulce Salvador, inspíranos a retirarnos del mundo y a buscar tu rostro este día. Anímanos a tomar el momento de ponernos en tu sagrado silencio. A tomar tu Cruz, mirarla y contemplar a quien podría amarnos tanto. Ayúdanos a sostenerte, Nuestro Salvador, el Salvador del mundo en nuestras manos y contemplar en tus ojos que han sido atravesados por el odio y el rechazo y contemplar dentro de este misterio de tu profundo amor. Oh mi Jesús, necesitamos experimentar la profundidad de tu amor por nosotros. Un amor que ha sido derramado, completamente gastado, roto y golpeado por nosotros. Tu bajaste de las alturas del reino celestial con toda su perfección y toda su gloria y toda su belleza para venir a la oscuridad completa y a la desolación y a la desesperación. ¿Por qué no sabemos cuan maravilloso es tu amor? Tú dejaste la seguridad y la paz y la comodidad de tu glorioso hogar para entrar en esta humanidad pecaminosa. Tú entraste a este mundo que es sofocante, que se desvanece, que termina. ¿Quién haría tal cosa? Tu propia gente se negó a escucharte. Te hemos menospreciado. Dudamos de ti. Y aún así, te quedaste, te quedaste entre nosotros. Comiste con pecadores, tú tocaste a los inmundos, hablaste con los impíos, alimentaste a los hambrientos, restauraste lo que estaba perdido. Y aún así, tu propia gente se mofó de ti, te cuestionamos, no creímos en ti. Nuestra ceguera es severa. Nuestro odio es profundo. Nuestra pecaminosidad ha endurecido nuestros corazones, corrompido nuestros pensamientos, ha extinguido nuestra capacidad de perdonar. Nuestra pecaminosidad ha adormecido nuestra sensibilidad para ser amados, para ser compasivos, para ser misericordioso. Oh Señor, disipa nuestra oscuridad para ver la profundidad de tu amor en la Cruz. Descongela la frialdad y el atrevimiento de nuestros corazones para que podamos experimentar el gran amor que tu tienes por la humanidad. Derrite nuestro orgullo y nuestra terquedad para que podamos verdaderamente temer perder el cielo y “las penas del infierno”. Ayúdanos con la gracia de ser movidos a la mansedumbre y al amor como tú nos has amado, con todo tu corazón. Padre Iván
Trigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario