Durante el primer siglo del catolicismo, miles de personas dieron su vida por la fe. El sacrificio de estos hombres, mujeres y niños mártires se convirtió en la gloria suprema de la Iglesia. Era un hecho admirado y emulado por todos los cristianos. Luego, en febrero de 313 d.C., el emperador Constantino legalizó la práctica del catolicismo en el Imperio Romano, poniendo fin a casi tres siglos de persecución. Esto planteó un problema único a la Iglesia. El martirio probaba ser un medio seguro para dedicar toda la vida a Dios. Pero ahora, con la amenaza de muerte eliminada por el Edicto de Milán, los católicos del siglo IV tuvieron que encontrar nuevas formas de sacrificar y servir al Señor. La solución fue nada menos que innovadora. Cientos de hombres y mujeres empezaron a huir a los desiertos de África y Asia Menor refugiándose en cuevas. Aquí, llevarían vidas de soledad, austeridad, penitencia y oración para el Señor. Esta nueva forma de santidad ofrecía un reemplazo del martirio “rojo” de la sangre por el martirio “blanco” del espíritu. Poco sabían estos hombres y mujeres que estaban empezando lo que se convertiría en una de las tradiciones más importantes de la civilización occidental: el monaquismo. A través de sus vidas de intensa oración y mortificación, estos cristianos fueron pioneros en una nueva experiencia de vida cristiana hasta ese tiempo desconocida. Estos “monjes”, como vendrían a llamarse, produjeron una plétora de santos llenos de sabiduría y misticismo. Desafortunadamente, muchos de sus escritos y enseñanzas se perdieron al tiempo. Sin embargo, varios pequeños fragmentos de sus dichos se conservan en un pequeño libro titulado Los Padres del Desierto: Dichos de los Primeros Monjes Cristianos. Este libro relata numerosas historias y frases breves de varios monjes de la época inicial del catolicismo. En esta colección, podemos leer sobre monjes como Juan el Corto, José de Tebas, Juan Casiano y varios autores anónimos. Por ejemplo, en la dicha número doce, oímos al monje Poemen decirnos: “Estar en guardia, meditar por dentro, juzgar con discernimiento: estas son las tres obras del alma”. Otra vez, en la dicha número cuarenta y nueve oímos a Hipérico decir: “El monje [persona] que no puede controlar su lengua cuando está enojado, no controlará sus pasiones en otras ocasiones”. El libro es repleto de perlitas de sabiduría como estas. Es una lectura simple; algunas secciones son de una sola frase. En general, es un libro que todo católico debe leer y una parte muy valiosa de nuestra tradición cristiana.