“Y ella dio a luz a su Hijo primogénito.”
La encarnación de Dios en la persona de Jesucristo es la unión perfecta del cielo y la tierra. Lo divino es unido a lo humano convirtiéndose en una sinergia perfecta de voluntad y persona. Esta unión empieza en el vientre de la Santísima Virgen María, la Nueva Arca de la Alianza, cuando ella concibe al Hijo de Dios. Por nueve meses este gran tesoro permanece escondido en el cuerpo de Nuestra Señora, una alegría que sólo ella puede verdaderamente comprender. Ahora, en la ciudad de Belén, bajo la sombra de una cueva convertida en un pesebre improvisado, el niño que ella ha sostenido y protegido es entregado al mundo; la que fue creada da a luz a su Creador. El significado histórico y simbólico de este acontecimiento no puede ser subestimado, particularmente en referente a la relación entre Cristo y su Madre. Desde el principio la Iglesia ha reconocido la conexión entre los eventos del nacimiento y la muerte de Jesús; su infancia y su pasión van juntas. Dentro del madero del pesebre, vemos un preludio del madero de la cruz. La primera cosa que Jesús toca en su vida será la última cosa que Jesús toque en su vida: Madera. Del mismo modo, los artistas antiguos de la Iglesia representan deliberadamente al niño Jesús como ya preparado para el entierro, cubierto con una tela blanca de pies a cabeza, como se ve en la ilustración que acompaña este artículo. Aquí vemos un vínculo entre los “pañales” (Lc 2,7) con los que Jesús es envuelto el día de su nacimiento y la “sabana de lino” con lo que es envuelto el día de su muerte (Lc 23,53). Hay mucho más que se puede decir sobre las alusiones esparcidas a lo largo de la Narrativa de la Infancia que predice la Pasión. Pero estos dos ejemplos son suficientes para subrayar la prerrogativa de este artículo, es decir, “¿Quién fue la única persona presente en estos dos eventos decisivos en la historia de la salvación?” La Santísima Virgen María. En el nacimiento de Jesús, que debe ser interpretado a la luz de su muerte en la cruz, encontramos a María, la servidora fiel, arrodillada en silenciosa y tierna adoración. Mientras acuna y mira el rostro de su hijo, el único niño en la historia que nació para morir, el prestigio de su lugar en la historia de la salvación se revela claramente. De ella son los brazos con los que el anhelo de Dios de ser sostenido por la humanidad se satisface, así como de ella son los brazos que abrazarán el lisiado y torturado cuerpo de su amado Hijo de la Cruz después de que Él haya satisfecho el deseo de la humanidad de ser sostenido por Dios. Así, encontramos a la Virgen en la intersección de dos sed infinitas: Dios por la humanidad y la humanidad por Dios. Que ella siga siendo la gran centinela de esta sed que ha sido saciada por el fruto de su vientre, Jesucristo el Señor.