“¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” En la Agonía en el Huerto de Getsemaní, Jesús nos invita a un sufrimiento prolongado. Él nos acoge en su oración, en sus dolores, en su rechazo, en las profundidades de su sufrimiento, en la agonía de su corazón. Compartimos la falta de comprensión de los discípulos. Porque esta noche es diferente a cualquier otra noche. El corazón de Jesús está pesado. Sus ojos tristes. Su rostro cansado. ¿Quién podría conocer una pasión tan pura? ¿Quien podría comprender un amor tan sacrificado? Los discípulos parecen estar fuera de sitio, sin palabras, sin oración, sin dormir. Ellos no entienden. ¿Quién puede amar tanto? Es el miedo que les impide y todavía nos impide conocer este profundo amor. Es la falta de experimentar libremente este profundo amor que les previene a ellos y todavía nos previene a nosotros de entrar profundo en el Corazón de Jesús. Profundo en el lugar del Amor Santo y de la Sagrada Comunión. Esto es especialmente verdad cuando sabemos que es nuestra propia pecaminosidad que causa la aflicción de Jesús, su tristeza, su preocupación. Somos la causa de su gran dolor y de su intenso sufrimiento. Es nuestro propio miedo al dolor y al sufrimiento que nos impide de preguntarle a Jesús, ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que te preocupa? ¿Por qué estás temblando? ¿Por qué te ves tan asustado? ¿Por qué estás tan triste? Al principio, no queremos saber la respuesta porque sentimos que tiene algo que implicará algo de nosotros. Tal vez un cambio. Tal vez un sacrificio. Tal vez una elección. No entendemos este tipo de amor incondicional que arde tan intensamente en nuestro cuerpo humano y en nuestra naturaleza humana. Parece que nos oponemos a este tipo de amor divino. Parece que habitualmente somos propensos al egoísmo, al amor propio, a hacernos el centro de atención y no centrarnos en Jesús. Pero Jesús quiere que sepamos que él quiere hacer esto por amor a nosotros. Él quiere que nos movamos más allá del miedo que nos paraliza y hacia el amor que nos libera. La imagen del Sagrado Corazón de Jesús refleja su agonía y el gran amor que él tiene por nosotros. El sufre libremente para traernos alivio. Las llamas del corazón de Jesús arden tan radiantemente por nosotros; cada vez más intensamente: purificando, liberando, limpiando, sufriendo por nuestro bien, sufriendo por nosotros, sufriendo por amor a nosotros. El corazón de Jesús nos clama. Nos habla desde un profundo silencio y un lugar que tal vez no sea familiar para nosotros. Envía un susurro que hace eco dentro de nosotros. Te amo. “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.” Padre Iván