Pocos pensadores en la historia de la civilización han tenido una influencia tan amplia como la de San Agustín de Hipona. Sería imposible rendirle el debido homenaje en un solo artículo. Así, dedicaremos los próximos artículos a este santo y doctor de la Iglesia. Hijo único de Patricio y Mónica, creció en el norte de África durante una época de prosperidad en el Imperio Romano. De niño, fue influenciado mayormente por sus compañeros y padre, todos paganos. A pesar de las constantes amonestaciones de su madre, nunca tomó en serio sus persuasiones y tenía aún menos respeto por su fe católica, la cual consideraba ingenua y aburrida. Mónica oraría por más de 25 años pidiendo a Dios que trajera a su hijo a la Iglesia. En su adolescencia y juventud, Agustín vivió una vida de vanidad, superficialidad y libertinaje. Era muy inteligente, un orador público destacado, polemista feroz y filósofo astuto. Cuando el joven africano se mudó a Roma, se hizo aún más famoso por sus habilidades e inmediatamente cayó presa de los placeres que su fama le permitía, y eventualmente hasta tuvo un hijo con su amante. En sus propias palabras, sólo tenía un deleite, “amar y ser amado…[pero] no podía distinguir la luz blanca del amor de la niebla de la lujuria. Tanto el amor como la lujuria hirvieron dentro de mí y arrollaron mi joven inmadurez….en un remolino de pecados abominables”. A medida que el éxito público de Agustín fue creciendo, su vida interior fue decayendo, dejándole con sentimientos de vacío e insatisfacción. No importaba cuánta gente debatiera o cuánto buscara una respuesta para el significado de la existencia en las ciencias y filosofías de la sociedad secular, nada parecía adecuado; nada podía responder a las preguntas más profundas de su humanidad. Fue en ese momento cuando Agustín se encontró con el hombre que le abriría los ojos y cambiaría el curso de su vida y, al hacerlo, alteraría el curso de la historia del mundo. Agustín decidió tomar un puesto como profesor de retórica en la ciudad de Milán, donde residía un obispo llamado Ambrosio. A diferencia de algunos de los católicos que Agustín había conocido en su vida, Ambrosio era un hombre de una capacidad intelectual profunda. El obispo hablaba de la religión y de las Escrituras de una manera que Agustín nunca podría haber imaginado. Además, la racionalidad y la elocuencia de Ambrosio estaban a la par con cualquiera de los grandes oradores que Agustín había oído en Roma. Muy pronto, Ambrosio y Agustín comenzaron una serie de intensos debates; el obispo anciano a menudo dejaba al joven filósofo con sentimientos de admiración. Esto llevaría a un momento de conversión en la vida de Agustín. A final, tal vez había algo más en el cristianismo….
San Agustín de Hipona – Parte 1