El pecado de Adán había entrado en todos los hombres. A través de un hombre, dice el Apóstol, el pecado entró y a través del pecado, la muerte. Así ha llegado a todos los hombres. Por lo tanto, la justicia de Cristo debe entrar en los hombres; y así como el viejo Adán arruinó a su descendencia por medio del pecado, así Cristo debe traer nueva vida a todos los hombres por medio de la justicia. El Apóstol destaca este tema cuando dice: Así como por la desobediencia de un hombre, muchos se hicieron pecadores, así también, por la obediencia de un hombre, muchos se hicieron justos. Y, así como el pecado trajo la muerte al ofensor, así la gracia por medio de la justicia trae el nacimiento a la vida eterna. Alguien puede decirme: “Pero el pecado de Adán se transmite justificadamente a su posteridad. Puesto que ellos descendieron de él, y puesto que no descendemos de Cristo, ¿cómo podemos ser salvos a causa de él?” No pienses en términos físicos acerca de la descendencia, entonces verás cómo Cristo es nuestro padre. En estos tiempos de salvación, Cristo recibió cuerpo y alma de María. Vino a salvar esta alma, no dejarla en el infierno. La unió con su espíritu y la hizo suya. Y esto es el matrimonio del Señor, la unión de dos en una sola carne, de modo que según ese gran misterio, dos se convierten en una sola carne, Cristo y su Iglesia. De este matrimonio nace el pueblo cristiano, por la venida del espíritu del Señor. La naturaleza esencial del alma, engendrada por la semilla celestial, crece en el vientre de nuestra madre, la Iglesia, y al nacer recibe de Cristo la vida. Por lo tanto, el Apóstol dice: El primer Adán fue un alma viviente, el nuevo Adán un espíritu dador de vida. Así Cristo continúa en la Iglesia a través de sus sacerdotes, como dice el mismo Apóstol: En Cristo os he engendrado. Y así, la semilla de Cristo, es decir, el Espíritu de Dios, hace nacer al hombre nuevo, nutrido en el vientre de su madre, acogido en su nacimiento en la fuente por las manos de los sacerdotes, mientras la fe preside la ceremonia. Por lo tanto, Cristo debe ser recibido para engendrar, porque el apóstol Juan dice: A todos los que lo recibieron les dio el poder de convertirse en hijos de Dios. Pero estas cosas no pueden realizarse sino por el sacramento de la fuente, el crisma y el sacerdote. Porque el pecado es lavado por las aguas de la fuente; el Espíritu Santo es derramado en el crisma; y obtenemos ambos dones a través de las manos y la boca del sacerdote. Así, pues, el hombre en su totalidad es renacido y renovado en Cristo.

Por: San Paciano