Hay pocos escritores en la historia tan inspiradores e influyentes como San Agustín. Autor prolífico, teólogo brillante y predicador fervoroso, sus obras figuran entre las más significativas de la civilización occidental. Aunque recomiendo encarecidamente a todo cristiano que haga de todos los escritos de San Agustín un elemento principal de su regimiento de lectura, hay uno que resalta sobre los demás: Las Confesiones. No es una exageración decir que este libro es esencial para la existencia de la literatura y la teología modernas. Es la primera autobiografía escrita; detalla los pensamientos y acciones más íntimos de la vida de una persona. La franqueza pura y la vulnerabilidad de las palabras de Agustín son impresionantes. Es más, el lenguaje del obispo africano es nada menos que poética, una impecable variedad de prosa llena de imágenes vivas. El santo comparte sus luchas más íntimas sin retener nada. Desde su infancia en la ciudad norteafricana de Thagaste hasta sus días de fiestas como adolescente y joven adulto en los bares de Roma, San Agustín transmite una historia de juicio, confusión, escándalo y redención. Tal vez lo más conmovedor, sin embargo, es la humanidad pura de las palabras de Agustín. Las Confesiones de San Agustín captan las luchas de cada ser humano. Su tribulación personal es relacionable para todos los que se preguntan por qué existen, cómo pueden saciar los deseos de su corazón y cuál es el significado de la vida. La pasión carga cada palabra del libro. Como dijo una vez Santa Teresa de Ávila: “Agustín es un hombre que sumerge su pluma en la sangre de su corazón y la lanza en la página”. Agustín está en un viaje y se lleva al leyente con él. El suyo es un “corazón hambriento”, un alma incansablemente atada a la búsqueda del contentamiento. De niño intentó la falta de respeto y el robo. Como adolescente y joven adulto se revolcaba en el libertinaje y la lujuria. Como adulto, buscó la fama y la riqueza. Sin embargo, al final, se dio cuenta de que todos estos placeres apuntaban a una respuesta definitiva: Dios. Agustín lo dice maravillosamente en sus propias palabras. “Tarde te he amado, oh Señor. Tú estabas dentro y yo estaba en el mundo exterior y te busqué allí, y en mi estado desagradable me sumergí en esas cosas hermosas creadas que tú hiciste….[Pero] Tú llamaste y gritaste en alta voz y destrozaste mi sordera. Eras radiante y resplandeciente, hiciste huir mi ceguera. Eras fragante, me quedé sin aliento y ahora ansío tras de ti. Te he probado, y no siento más que hambre y sed de ti. Tú me has tocado y estoy ardiendo para alcanzar la paz que es tuya….ahora sé, oh Señor…. nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti!”